lunes, 20 de septiembre de 2010

La jungla sobre dos ruedas - Diario de Burgos Digital

Medio metro más abajo, sentado en una silla de ruedas, la ciudad es infinitamente más complicada. Una mínima pendiente parece el Tourmalet. Un bordillo ridículo se convierte en obstáculo insalvable. Una puerta demasiado estrecha es un imposible. Y unas escaleras la perdición.Hay cientos, miles de barreras en cada recorrido urbano pero nadie repara en ellas mientras puede caminar sobre sus dos piernas, ajeno a que cualquier día, en cualquier momento, todos podemos vernos con muletas, lesionados temporalmente o, en los peores casos, parapléjicos. Y ese día tendremos que tomarnos la vida sin prisas. Sabremos que hay que ir a tal o cual sitio, pero no nuestra hora de llegada. Sobre cuatro ruedas todo va más despacio.Tomando como excusa la Semana de la Movilidad que se celebra estos días, el pasado martes comprobamos que las calles pueden ser una jungla (y no es una forma de hablar) para quienes pasan su vida en una silla. Pese a los esfuerzos institucionales de los últimos años y la cada vez mayor concienciación social, todavía queda mucho por hacer. Nos acompañan Raquel Zubiaga, arquitecta técnico de Fedisfibur, y Mary Díez, que a sus 55 años lleva 15 sobre ruedas y se mueve como pez en el agua impulsada por su silla eléctrica.Son las 16,30 y llego con la hora justa a la cita concertada en la sede de Fedisfibur. Tras los saludos de rigor, nada de preparativos. Directo a la silla. Y primer error del novato. Me siento en ella como si lo hiciera en el sillón de mi casa, levantando un pie, el otro, usando todo mi cuerpo para acomodarme. Mary me advierte: «Así no te puedes sentar, si no tuvieras movilidad en las piernas te habrías caído». Empezamos bien. A partir de ese instante, cada movimiento será un aprendizaje.Giro con evidente torpeza para tomar el pasillo hacia los ascensores del Centro Comercial Camino de la Plata, donde aparece otro inconveniente. Las puertas se cierran echando virutas y aprisionan a la silla, a su ocupante, al acompañante y a quien haga falta. La salida del elevador, marcha atrás, no es mucho más plácida. Pero ya estamos en la calle.Tomamos primero la Avenida de Castilla y León y vamos hacia la calle Vitoria para coger el autobús. Ni Raquel ni Mary me dicen nada, pero no hace falta: yo sé que voy como un pato mareado. La inclinación lateral de las aceras me lleva contra los árboles, me saca de mi camino. Cruzamos un campo de deportes y casi me caigo al intentar bajar un desnivel. «Mejor de espaldas», recuerda mi ‘profesora’ mecanizada. Anda que no me queda por aprender.Llegamos a la línea del transporte público y podemos sentirnos privilegiados. Si hubiéramos ido a la siguiente parada, una C15 roja nos habría impedido subir sin ayuda. Pero hemos topado con una parada de las que tiene plataforma de acercamiento la calzada, con lo que el conductor no tiene más que sacar la rampa del vehículo y facilitarnos el paso por las puertas centrales. Tengo que dar un par de brazadas fuertes para subir, casi me voy al suelo por ‘listo’. Por lo demás, bien.Mary ha subido antes que yo y, con asombrosa facilidad, se coloca en el lugar adecuado para las sillas. Yo intento hacer lo mismo y me quedo en medio del pasillo, atascado y sin posibilidad de maniobrar. Ahí aparece el primer ‘ángel de la guarda’ que se ofrece a ayudarme. Se llama Mario, tiene 16 años y me coloca debidamente. Tras justificarme por la torpeza, se me presenta como «futuro alcalde de Burgos». Quién sabe si en 15 años no tendremos que volver a hablar de él. Asombrado por el desparpajo de este proyecto de político, ni me he dado cuenta de que voy sin cinturón y sin el freno echado a la silla. Raquel me lo advierte, me ayuda con el cierre de seguridad y me recuerda que, con un frenazo fuerte, me habría dado un buen susto. Llegamos a la plaza del Cid y nos decidimos por una zona de ‘minas’. Vamos de compras por la calle Santander. Aunque los trabajos de semipeatonalización han avanzado mucho, todavía quedan espacios estrechos y peligrosos. Como se trata de un reto, nos metemos por lo peor. Yo me la juego con las ruedas al filo del bordillo junto a los soportales de Antón. Mary, más prudente, pide a un operario que retire una valla porque su silla no cabe. Si quisiera ir al dentista en un portal cercano me resultaría imposible llegar yo solo. Primero tengo que hacer mi primer caballito para superar un salto desde la calle a vestíbulo. Luego, casi me dejo los codos en las estrecheces de la puerta. Y al final, cuando me ayuda una amable señora que (ella sí) va a visitar al odontólogo, nos topamos con unos cuantos escalones. «Gracias, déjelo. Nos damos la vuelta».Volvemos a cruzar la calle, avanzamos hacia la Avenida del Cid y allí quedamos definitivamente atrapados. Junto al cruce con la calle San Juan hay tres metros de ‘trinchera’ y solo tenemos la alternativa de salir a la calzada, entre los coches, para evitarla. Pero un obrero con acento portugués y otro con rasgos sudamericanos se ofrecen a rescatarnos. Ahí pasamos el peor momento.COMERCIOS IMPOSIBLES. No hablaremos de comercios concretos para no herir sensibilidades, pero hay algunos que, en lugar de invitar a visitarlos, te reciben con dos escalones tamaño XXL. A ninguna persona en silla de ruedas se le ocurriría pararse en él ni a contemplar el escaparate. En otros, da gusto entrar sin un solo desnivel. Mary hace un llamamiento a los responsables de otorgar licencias de apertura para los establecimientos. «Tienen que vigilar esto, normativa sobre barreras hay hace 10 años».Basta de experimentos, la tarde se nos echa encima. Toca dirigirse a la Plaza Mayor por la calle San Lorenzo, que tras las incomodidades padecidas me parece una pista de aeropuerto. Eso sí, el culo empieza a doler de tanto traqueteo: «Pues imagínate yo, que llevo años así y he perdido la musculatura, por eso usamos cojines», apunta Mary en un comentario que me devuelve a la realidad. Yo estoy haciendo un experimento. Ella tiene que superar estos problemas a diario.En ligera bajada llegamos rápidamente al Ayuntamiento. Las oficinas municipales están cerradas por las tardes pero nos adentramos para probar. Después de años pateándome la Casa Consistorial, por primera vez me doy cuenta de para qué sirve el botón azul de la puerta giratoria: frena la velocidad y gracias a eso podemos pasar. De lo contrario habría que jugársela. Preguntado por Mary, el Policía Local de la puerta nos informa de que los baños adaptados están en el primer piso. Antes intentamos rellenar una instancia en el mostrador del Servicio de Información 010 y tengo que dejarme el cuello para apoyarme en él y escribir. Los ascensores sin problema, entre otras cosas porque tienen espejo y me ayudan a ver si no voy a atropellar a nadie cuando salga de espaldas. Los pasillos son amplios para permitir cómodos giros pero, ay, el acceso al baño adaptado se efectúa a través de ¡Una doble puerta batiente! No queda más remedio que empujarla con los pies y rezar para que al cerrarse no nos pegue un viaje. Llegamos al excusado, que no estaría del todo mal si no fuera por otro detalle. Justo en el lugar en el que se supone que debo encajar la silla para hacer la transferencia hasta sentarme en el inodoro, alguien ha colocado el dispensador de papel higiénico. La tarea se me complica, aunque logro completar la operación gracias a que tengo movilidad completa en el tronco y las manos y la fuerza suficiente para soportar mi propio peso. Otros no tienen esa suerte.Terminada la visita municipal, seguimos paseando por el Espolón, cruzamos el puente de San Pablo mientras voy adquiriendo algo más de soltura y llegamos al flamante Paseo de Atapuerca. Se me ocurre entrar al MEH, que no conocen ni Raquel ni Mary, y propongo hacerlo por la rampa que asciende por la ladera del Complejo de Caballería. Iluso. Su inclinación me obliga a dejarme los brazos en el empeño, incluso con la silla eléctrica ayudándome a empujones. Y es que la alternativa, un ascensor situado en la esquina del CENIEH, ni está señalizado ni está operativo. «Fuera de servicio», dice en inglés la pantallita que debería indicar en qué piso se encuentra.Tras el esfuerzo, entramos al Museo y nos acercamos a las taquillas. Situación cómica. La altura del mostrador es tal que Mary levanta la mano, dice «¡Hola, hola!» como si fuera la animadora del Carrusel Deportivo y las personas situadas al otro lado ni nos ven. Una chica de información, extremadamente educada y amable, nos explica que tenemos un torno más ancho para que las sillas puedan entrar y que hay un ascensor que desciende directamente hasta los baños adaptados. Al contarle el propósito de nuestra visita, nos invita incluso a dejar por escrito sus sugerencias en materia de accesibilidad. Lo dejamos para otro momento.La bajada de la rampa, otra vez hacia la Avenida del Arlanzón, es la penúltima odisea. No puedo hacerlo ni tirando del freno de la silla y es Raquel la que tiene que sujetarme durante el descenso para que no me embale. Atravesamos la pasarela peatonal de Gran Teatro y nuevamente al autobús. Esta vez se me da mejor la colocación en mi espacio, previamente cedido por una madre con carrito de bebé. Con la espalda empapada en sudor y los hombros resentidos de darle a las ruedas, volvemos a la calle Vitoria, deshacemos el camino hasta el Camino de la Plata y nos la jugamos de nuevo en los ascensores-bala. Prueba superada.Mary se vuelve a su casa en la silla, yo puedo ponerme de pie por primera vez en dos horas y media y ya me siento raro. Imagino lo que debe ser toda una vida dependiendo de ella. Para mí fue solo una experiencia nueva, pero desde ese día nunca volveré a mirar los bordillos de la misma manera.

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